En los tiempos que corren de capitalismo consumista y globalizador, en el que todo tiene un precio, y del “sálvese quien pueda” exacerbado, el cine se ha convertido en una de las pocas grietas dentro del sistema por la cual hacernos llegar la voz de los más desfavorecidos, de los olvidados. De vez en cuando aparecen algunas películas en la cartelera, que compitiendo con las grandes producciones (grandes difusoras de la cultura dominante), logran hacerse un hueco en el tiempo de ocio de muchos de nosotros contándonos las atrocidades que les pasan en este mismo planeta a seres humanos como nosotros. Las tortugas también vuelan es un caso de ellos, que gracias a la obtención de la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián del 2004 tuvo una notable distribución que nos permitió sumergirnos en el día a día de un grupo de niños de un pueblo de refugiados kurdos, situado en la frontera entre Iraq y Turquía.

Tal vez resulten escasos 95 minutos para contar todas las barbaridades que han pasado niños y niñas como los de Las tortugas también vuelan. La historia de cada uno queda algo aglomerada con la de los demás. Pero en los tiempos que corren una película que filma bajo la mirada de los niños más desamparados es una oportunidad para hacernos bajar de la nube de superficialidad y trivialidad al que nos mantiene acostumbrados el cine contemporáneo.
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